Habitualmente, madrugar no suponía ningún problema. Es más, una vez superados los breves instantes de sobresalto crepuscular provocados por el despertador, se sentía orgulloso de levantarse, el hecho tenía un ligero matiz de disciplina espartana. Una vez duchado y afeitado, su ánimo adquiría el tono adecuado para afrontar el día de trabajo. Una larga y tediosa jornada de trabajo que ya casi no le proporcionaba ninguna satisfacción. El trayecto desde su casa a la estación era corto, aunque conducir tenía la desagradable cualidad de ponerle nervioso y agresivo. Gracias a Dios, aquello solo duraba unos cinco minutos. Aparcaba cerca de la estación y esperaba la llegada del tren hojeando el periódico y fumando un cigarrillo. Si el frío no era excesivo, aquellos momentos eran de los mejores del día. Una vez sentado en el vagón, en el que siempre encontraba un asiento libre, sacaba su libro y aprovechaba los veinte minutos de viaje para leer, haciendo breves descansos para echar un vistaz