Proustiana, un ejercicio de estilo....

Despacio, deleitándome con fruición al contemplar las hermosas fachadas que iba encontrando durante el paseo, caminaba por una de las viejas y estrechas calles de la parte antigua de la ciudad. Al pasar delante del gran ventanal abierto de una de aquellas nobles casonas, mi nariz me hizo detenerme obligándome a efectuar una profunda inspiración para poder disfrutar, tranquilamente, de aquel olor que tanto le había llamado la atención. A medida que el aroma se introducía en mi nariz, iban dibujándose en mi memoria toscas imágenes que, poco a poco, terminaron por perfilarse con clara nitidez: imágenes familiares, muy queridas, pero muy lejanas en el tiempo y casi olvidadas por completo. El gran recibidor de la casa de la abuela fue apareciendo ante mis ojos que, cerrándose a la realidad del presente, empezaban a ver sólo las imágenes que mi mente rescataba del pasado. De la cocina, situada al fondo de aquella gran estancia, se escapaba furtivamente el dulce olor de las tortas de Alcázar que Apolonia, la cocinera, preparaba siempre que nos reuníamos allí todos los primos. Eran unas deliciosas tortas de las que dábamos buena cuenta mientras desayunábamos, arrullados por el canto de diversos pájaros, de nombres todavía desconocidos para mí debido a mi extrema juventud, pero cuyos sonidos, al nos estar acostumbrado a oirlos, embelesaban mi ánimo de niño urbano, sumiéndome en un estado de particular alegría. Aquel matutino olor dulce y esponjoso a bizcocho recién hecho, aderezado con cierto aroma a leña quemada y a casa de pueblo que volvía a invadirme ahora con las mismas proporciones de matices olorosos que podían apreciarse en el original, nos embriagaba hipnóticamente a todos mientras correteábamos por aquel inmenso recibidor, habitualmente silencioso, cuyo suelo pare-cía un tablero de ajedrez gigante donde algunos peones chillones y maleducados saltá-bamos, incesantemente, de un lado a otro sin seguir en ningún momento las reglas de aquel ilustre juego. Nos embriagaba y resultaba tan atrayente que, de repente, tras un cruce de breves miradas glotonas, dejábamos de armar jaleo y muy formalitos, en silenciosa fila india, nos dirigíamos a la cocina, con cara de no haber roto nunca un plato. Diríase que el flautista de Hamelin se había materializado en ella, y que su flauta, en lugar de notas musicales, dejara salir subyugantes nubes de narcótico olor que nos arrastraban hacia él como autómatas, irremisiblemente atraídos por su magia.
Aquel recuerdo fue tirando de otro que parecía estar anudado a él con un pequeño cordel invisible. A medida que el primero volvía a hundirse en la memoria, el recién llegado, de evocaciones menos gratas al paladar y a los sentidos pero igual o más conmovedor para mi espíritu, se fue haciendo visible poco a poco. Aparecieron de nuevo, ante mis ojos internos, las calles de la ciudad en la que vivía la abuela y donde mi mente había recalado unos momentos antes. Allí estaba yo, embargado por esa ilusión casi mística con que despiertan nuestros primeros e ingenuos sentimientos religiosos y totalmente empapado, pues la lluvia no cesó durante toda la tarde, formando parte, por primera y ultima vez en mi vida, de la comitiva de una procesíón de Viernes Santo. Salí acompañado por mi primo Juan, que era un poco mayor que yo, vestidos los dos con la túnica y los capirotes negros de nazareno y portando un inmenso cirio cuyo peso casi me vencía. Yo usaba gruesas gafas desde los cuatro años, lo que sumado al calor que me producía aquel cucurucho que envolvía mi cabeza, a la gruesa e incesante lluvia y al sudor que exhalaba mi cuerpo por el esfuerzo realizado al intentar llevar dignamente aquel cirio tan grande y pesado, provocó que los cristales se empañasen con un intenso vaho que agudizaba mi falta de vista a la par que me producía cierta angustiosa sensación de asfixia. Andaba dando traspiés y muy azorado. Ese leve sufrimiento aportó a la situación el toque justo de dolor físico -molesto pero no insufrible- que mi ingenua imaginación de siete años necesitaba para hacerme sentir un poco más cercano a los santos mártires de la iglesia. Un breve sentimiento de orgullo religioso nos envolvió a los dos, al niño en el pasado y al adulto en el presente. La intensidad creciente de la lluvia fue oscureciendo la luz de las imágenes de la procesión como si se tratase del “fundido en negro” de una película americana de los cuarenta.
Un tercer recuerdo, al parecer anudado al anterior con el mismo cordel evocador, empezaba a surgir de mi memoria. Se lo impidió el fuerte golpe que un atolondrado y rubio chiquillo dio con su cartera escolar contra mis contemplativas rodillas. Aquello me trajo de vuelta, súbitamente, a la realidad.

Alejandro Pérez-Prat

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